16 de marzo de 2010

¡Anatema!, ¡Anatema!

Herbert, profesor de física explicaba a sus discípulos el fenómeno de la gravedad. Ni por los sabios teoremas, ni por las aplicaciones matemáticas y menos aún elevando el fenómeno a las alturas de la más exigente metafísica, sus alumnos lograron concebir un ápice de dicha teoría. Con los recursos científicos agotados vislumbró como última alternativa despojarse de la túnica y quedar completamente desnudo. Hubo desmayos, injurias y plegarias a nuestro Señor Jesucristo, y una voz que sobresalía del sopor, gritaba:  
- ¡Anatema! ¡Anatema!    
Cuando la calma tornó a la sala magna el profesor se aventuró de nuevo a explicar el fenómeno por medio de imágenes y metáforas. Tomó como punto el lugar donde él consideraba residía el centro de gravedad del hombre: el ombligo. Los estudiantes más decididos se levantaron de los estrados y se encaminaron hacia Herbert, que yacía con su octogenario rostro satisfecho, sorbía los laureles del cercano triunfo. Unos le agarraron los flácidos brazos y el resto de los pies, lo extendieron en el suelo de madera, boca arriba. Sacaron de los portafolios instrumentos matemáticos, trazaron círculos y cálculos alrededor de la periferia de su ombligo, hasta localizar, como buenos discípulos de su maestro, su centro. Le clavaron un compás en nombre de la revolución de las ciencias.   

© Álvaro Quintero Mejía    
© Imagen: Relieve del Monasterio de los Jerónimos, en Lisboa. Domingo F. Faílde.-