22 de febrero de 2010

La carrera del tiempo

La verdad: entra vértigo. En la vida de un hombre, la experiencia del tiempo depende de la edad y, al cabo de los años, que desde el medio siglo se suceden con apresuramiento, uno recuerda el paso de las horas, lentísimo, en la enorme llanura de la infancia, tan grande que una década se nos antoja la eternidad. Como en una carrera deportiva, se acelera al final, y digo yo si no ocurre lo mismo con la especie. La prehistoria, ese lapso que cabe en unas páginas y despachan los planes de estudio en unas pocas líneas, duró miles y miles de años, en cuyo devenir –a juzgar por las huellas de los protagonistas- nada debió ocurrir, sino eso: la vida; comer, crecer, multiplicarse y salir de este mundo mezquino con absoluta naturalidad. Sobrevivir, en definitiva. Lo importante era el grupo. La noción de individuo es producto de la cultura.    
Entristece bastante pensar a tanta gente bajo una simple denominación de origen. Decimos, en efecto, Neandertal u Homo Sapiens y hacemos tabla rasa de miles de personas y otras tantas historias personales, dramas, tragedias, epopeyas o pequeños sainetes entrañables, que han dejado tan sólo un puñado de huesos, unos cuantos cacharros y el cuenco de las tumbas como únicas señas de identidad. ¿No sufrieron? ¿No amaron? ¿No se les helarían las arterias contemplando el amanecer? ¿No sintieron terror ante la muerte? ¿No mostraron ternura ante la sonrisa de sus cachorros? Sin embargo, a nosotros, nos importan sus hachas, las puntas de sus flechas, el rescoldo apagado de sus hogueras y el extraño sentido de sus pinturas, para dar testimonio del progreso y ponernos a salvo de la barbarie.    
Cuando, al fin, aparece la escritura, puede el hombre firmar, certificarse, proyectar su existencia al espacio y el tiempo; y su nombre, que ya no es Neandertal ni Homo Sapiens, sino Adán o Jacob, Aquiles o Casandra, Livia, Adriano, Antinoo, Ginebra..., se hace presente en cada generación, para seguir su tránsito por la esfera armilar, adalides de un séquito que crece, día a día –ya lo dijo Yaveh-, como las arenas del mar y las estrellas del cielo.    
Pasa el tiempo deprisa, impulsado tal vez por esas ciencias que hoy adelantan una barbaridad. Así, a un avance, sucede otro, y no hay nada detrás sino un avance nuevo, otro descubrimiento que, mañana, quedará superado, insepulto quizás en la memoria que no tiene laureles para tantos y por ello retorna al pasado, es decir, al olvido, a esa vieja cultura sin nombres que ahora son pasto de la Escuela Equis, el Movimiento Ygriega, la Generación Zeta. Y se hace, en efecto camino al andar, vertiginosamente, con una rara prisa que nos induce a quemar las naves, nuestra única nave espacial, como si un nuevo puerto vislumbrásemos, una tierra mejor y hospitalaria o la vieja Utopía que soñó Tomás Moro.    
Conociendo, no obstante, al personal, y contemplando el sesgo de las cosas, el futuro es tan sólo una incógnita incierta y una desazonada, razonable inquietud.    

© Jacobo Fabiani