30 de julio de 2010

Poetas a tiempo parcial


El imparable y espectacular avance de las nuevas tecnologías en el último cuarto de siglo, sobre todo su abaratamiento y accesibilidad a todos los bolsillos, y la evidente facilidad de su manejo en cuanto a medios de comunicación se refiere, ha traído consigo la aparición de una nueva figura digamos literaria entre comillas: los poetas a tiempo parcial.    
¿Qué son y qué significan estos hombres y estas mujeres cuya actividad puede definirse de este modo? El tiempo del ocio, el aburrimiento, la falta de comunicación personal, (son múltiples las circunstancias que la han provocado y que no vamos a analizar, pues sería necesario todo un estudio sociológico), ha volcado al ser humano que habita los países llamados del primer mundo sobre los ordenadores personales, y España no iba a ser una excepción. Nos comunicamos gracias a ellos, expresamos nuestro pensamiento, más o menos inane, gracias a ellos y el avance en este campo es tal que, gracias a ese fenómeno llamado Internet, hasta las relaciones sexuales han sufrido un demoledor y extraño cambio con el llamado sexo virtual y las inevitables webcam. Como no podía ser menos, el impacto en el campo de la literatura, gracias a la multiplicidad de foros, páginas especializadas, blogs y demás sistemas que la técnica ha puesto en nuestras manos para decir y que los demás se enteren, y debido a que la ignorancia hace atrevidas a las personas, de repente y sin saber de dónde han salido, multitud de aspirantes a poetas, desde luego sin formación literaria alguna, se han lanzado a versificar ripios a lo largo y ancho de la red, alternando esta nueva afición con la cerveza de reglamento, el trabajo habitual y los partidos televisados.     
Desde luego, esta inofensiva hasta cierto punto manera de matar el tiempo, no hubiese tenido más consecuencias si los presuntos lectores de estos nuevos vates de las letras tuvieran la más mínima formación literaria, pero no sucede así y, sea por halago, sea por interés, suelen apostillar estos deslavazados poemas con las más altas de las calificaciones, cuestión que anima al autor a caer en las garras de cuatro editores avispados que le ofrecen la autoedición, ponderando, cómo no, convenientemente, la excelsa calidad de este aspirante a poeta y distorsionando con ello el mercado de la poesía seria y a tiempo completo. La evidente rebaja de calidad, la venta indiscriminada de estos poemarios en acceso directo al consumidor sin pasar por librerías, sólo logra perjudicar, y mucho, a la poesía con mayúscula y a los poetas que la cultivan con todo su rigor.     
Pero, curiosamente, al amparo de estos foros y de tanto aficionado o profesional que escribe en ellos, surge otra figura que también podíamos denominar poeta a tiempo parcial. Me refiero a aquellos poetas más o menos introducidos, cuya actividad se ve mermada por la falta de inspiración y aprovechan los poemas de los demás para, al amparo de lo leído en ellos, montar los suyos, robando la idea y lo que haga falta, y así poder, o al menos intentarlo, mantenerse en el candelero. Y son poetas a tiempo parcial porque dependen de elementos exógenos para producir los endógenos. Podría citar, decir nombres, pero no es ésta la intención de este modesto artículo.    
En resumen, pienso y creo que las nuevas tecnologías han hecho un flaco favor a la divulgación y desarrollo de la poesía y a sus creadores, pero es lo que hay y no nos valen lamentaciones que a nada conducen.   

© Carlos Guerrero.-

16 de marzo de 2010

¡Anatema!, ¡Anatema!

Herbert, profesor de física explicaba a sus discípulos el fenómeno de la gravedad. Ni por los sabios teoremas, ni por las aplicaciones matemáticas y menos aún elevando el fenómeno a las alturas de la más exigente metafísica, sus alumnos lograron concebir un ápice de dicha teoría. Con los recursos científicos agotados vislumbró como última alternativa despojarse de la túnica y quedar completamente desnudo. Hubo desmayos, injurias y plegarias a nuestro Señor Jesucristo, y una voz que sobresalía del sopor, gritaba:  
- ¡Anatema! ¡Anatema!    
Cuando la calma tornó a la sala magna el profesor se aventuró de nuevo a explicar el fenómeno por medio de imágenes y metáforas. Tomó como punto el lugar donde él consideraba residía el centro de gravedad del hombre: el ombligo. Los estudiantes más decididos se levantaron de los estrados y se encaminaron hacia Herbert, que yacía con su octogenario rostro satisfecho, sorbía los laureles del cercano triunfo. Unos le agarraron los flácidos brazos y el resto de los pies, lo extendieron en el suelo de madera, boca arriba. Sacaron de los portafolios instrumentos matemáticos, trazaron círculos y cálculos alrededor de la periferia de su ombligo, hasta localizar, como buenos discípulos de su maestro, su centro. Le clavaron un compás en nombre de la revolución de las ciencias.   

© Álvaro Quintero Mejía    
© Imagen: Relieve del Monasterio de los Jerónimos, en Lisboa. Domingo F. Faílde.-

22 de febrero de 2010

La carrera del tiempo

La verdad: entra vértigo. En la vida de un hombre, la experiencia del tiempo depende de la edad y, al cabo de los años, que desde el medio siglo se suceden con apresuramiento, uno recuerda el paso de las horas, lentísimo, en la enorme llanura de la infancia, tan grande que una década se nos antoja la eternidad. Como en una carrera deportiva, se acelera al final, y digo yo si no ocurre lo mismo con la especie. La prehistoria, ese lapso que cabe en unas páginas y despachan los planes de estudio en unas pocas líneas, duró miles y miles de años, en cuyo devenir –a juzgar por las huellas de los protagonistas- nada debió ocurrir, sino eso: la vida; comer, crecer, multiplicarse y salir de este mundo mezquino con absoluta naturalidad. Sobrevivir, en definitiva. Lo importante era el grupo. La noción de individuo es producto de la cultura.    
Entristece bastante pensar a tanta gente bajo una simple denominación de origen. Decimos, en efecto, Neandertal u Homo Sapiens y hacemos tabla rasa de miles de personas y otras tantas historias personales, dramas, tragedias, epopeyas o pequeños sainetes entrañables, que han dejado tan sólo un puñado de huesos, unos cuantos cacharros y el cuenco de las tumbas como únicas señas de identidad. ¿No sufrieron? ¿No amaron? ¿No se les helarían las arterias contemplando el amanecer? ¿No sintieron terror ante la muerte? ¿No mostraron ternura ante la sonrisa de sus cachorros? Sin embargo, a nosotros, nos importan sus hachas, las puntas de sus flechas, el rescoldo apagado de sus hogueras y el extraño sentido de sus pinturas, para dar testimonio del progreso y ponernos a salvo de la barbarie.    
Cuando, al fin, aparece la escritura, puede el hombre firmar, certificarse, proyectar su existencia al espacio y el tiempo; y su nombre, que ya no es Neandertal ni Homo Sapiens, sino Adán o Jacob, Aquiles o Casandra, Livia, Adriano, Antinoo, Ginebra..., se hace presente en cada generación, para seguir su tránsito por la esfera armilar, adalides de un séquito que crece, día a día –ya lo dijo Yaveh-, como las arenas del mar y las estrellas del cielo.    
Pasa el tiempo deprisa, impulsado tal vez por esas ciencias que hoy adelantan una barbaridad. Así, a un avance, sucede otro, y no hay nada detrás sino un avance nuevo, otro descubrimiento que, mañana, quedará superado, insepulto quizás en la memoria que no tiene laureles para tantos y por ello retorna al pasado, es decir, al olvido, a esa vieja cultura sin nombres que ahora son pasto de la Escuela Equis, el Movimiento Ygriega, la Generación Zeta. Y se hace, en efecto camino al andar, vertiginosamente, con una rara prisa que nos induce a quemar las naves, nuestra única nave espacial, como si un nuevo puerto vislumbrásemos, una tierra mejor y hospitalaria o la vieja Utopía que soñó Tomás Moro.    
Conociendo, no obstante, al personal, y contemplando el sesgo de las cosas, el futuro es tan sólo una incógnita incierta y una desazonada, razonable inquietud.    

© Jacobo Fabiani

7 de enero de 2010

Esta noche sí es buena


Navidad, Navidad… Alguien dijo una vez que, mientras supusiera una paga extraordinaria y quince días de vacaciones, sería el mayor defensor de esta fiesta, después de Papa Noël. Claro que el tiempo pasa, los incentivos se desvanecen y las fiestas, siempre más de lo mismo, se ven de otra manera: un solemne coñazo.
Y es que ya ni siquiera responde a planteamientos religiosos –aunque los apuntale-, que podrían incluso resultar respetables, sino que, extrapolados a la esfera socioeconómica y deformados por ella, que los usa y manipula según sus intereses, han venido a parar en una grotesca caricatura, a imagen y semejanza de la sociedad y las relaciones productivas vigentes en cada momento.
En una sociedad como la nuestra, que se predica justa, igualitaria y hasta opulenta, el consumo reemplaza a cualquier pretexto ético o religioso y aun adopta el disfraz de los valores que la sostienen: la colaboración, por ejemplo, entre unas clases, que debieran luchar continuamente, en vez de compartir un menú tarifado, champán barato y dulces de marca blanda, en absurdas comidas de empresa y otros saraos al uso, donde todos son buenos y fraternales, incluido el cabrón del jefe, que aparca los despidos hasta después de Reyes… ¡Es Navidad! Y, pues falsa es su prédica, no debiera extrañarnos el enorme despliegue de hipocresía que trae en el magín.
Habría que negarse a entrar en este juego. Para perpetuarlo, hoy se habla de Fiestas de Invierno, como alternativa laica a la Navidad cristiana, que, tal están las cosas, se reduce a una anécdota. Sin embargo, no es fácil sustraerse a las mil trampas con que juega el sistema. Así, las escuálidas vacaciones que, a cuenta de las veraniegas, disfruta mucha gente en estos días, propician el encuentro familiar y ya me dirás qué padre, madre, abuelo, abuela y demás deudos les dice a sus cachorros que no vengan a dar por el culo. Y, si vienen con niños chicos, cómo no regalarles alguna fruslería… Etcétera y etcétera y etcétera: Vuelve a casa, vuelve por Navidad…, eso dice la letra de una conocida canción publicitaria.
Menos mal que pasaron. Se fueron estos días, como barridos por el calendario. Los pequeños regresaron a la escuela. Los niñatos, obligados a madrugar, se acuestan más temprano. Y la gente, al trabajo, que ya iba siendo hora.
La de hoy, sí, señores, va a ser una noche de paz.

© Amelio López